EL CIMARRÓN

Cumplió 50 años uno de los libros sagrados de la cubanía, Biografía de un cimarrón, y la Universidad Central de las Villas le entregó a su autor, Miguel Barnet, el título de Doctor Honoris Causa. A modo de elogio hice estas palabras sobre Miguel, mi hermano, mi compañero en tantísimas batallas, un sabio, un poeta inagotable, un mito viviente de la cultura cubana.   

Elogio de Miguel Barnet

Es la segunda vez que tengo el honor de hablar aquí, en la Universidad Central, en un acto de este tipo. La primera fue hace muchos años, cuando se le otorgó aquí el doctorado honoris causa a esa figura cimera de nuestra cultura que fue Cintio Vitier. Ahora, por solicitud de nuestro querido compañero el doctor Andrés Castro, me corresponde hacer el elogio de otro imprescindible: el gran poeta, narrador y etnólogo Miguel Barnet. Mientras redactaba estas notas me daba cuenta de que, salvando la distancia generacional que separa a Cintio y a Miguel y salvando también las distancias entre las diferentes trayectorias intelectuales de los dos y entre sus diferentes miradas o puntos de vista sobre nuestros procesos culturales, al homenajear a Cintio y a Miguel la Universidad Central coincide en honrar a dos incansables estudiosos de la cubanía, a dos defensores de la cubanía, a dos creadores que nos han ayudado decisivamente, cada uno en su campo, cada uno en estilo, a entender qué somos, de dónde venimos y a vislumbrar hacia dónde vamos, es decir, a entender el itinerario de la nación cubana, a entender su pasado, su perfil, su sentido, su destino, todo eso junto.

Este justísimo homenaje a Miguel Barnet de la Universidad Central coincide con el aniversario cincuenta de su Cimarrón. Una obra capital de la literatura y de la cultura cubanas, que fundó un género, la novela-testimonio, y nos iluminó acerca de un personaje clave de la historia de Cuba, acerca de una pieza clave del rompecabezas de nuestra identidad. Esteban Montejo viaja de la mano de Miguel desde lo singular de su experiencia vital hasta una dimensión simbólica única. Desde las páginas de ese libro primordial nos llega la trayectoria de un individuo y algo mucho más trascendente: el cimarronaje como rasgo básico de la cultura de la resistencia; el acto de romper todas las trabas para irse al monte y levantar allí un reducto, una trinchera; el salto, por encima de todos los obstáculos imaginables, hacia un espacio de libertad plena que nadie podrá arrebatarnos.

Siempre se ha dicho, con razón, que en la cultura las efemérides no adquieren sentido por un acto o una celebración, sino cuando sabemos valernos de ellas para promover el estudio de una obra, de una figura, el reencuentro de la gente con ellas, y acercarnos a la huella que ha dejado esa obra o esa figura o ese acontecimiento en nuestra memoria cultural. Este cumpleaños cincuenta del Cimarrón de Miguel debería servirnos para releerlo con el mayor rigor, para convocar a maestros, profesores y estudiantes a que se adentren en sus páginas y reciban directamente, sin intermediarios, el extraordinario legado en términos de conocimiento de nuestra identidad y en términos éticos, patrióticos, ajenos a toda retórica, de este libro esencial. Desde los rituales y dioses que trajeron consigo los esclavos, desde la visión mágica del mundo ―ingenua y sabia a la vez― que comparte Esteban Montejo con Miguel, desde las tácticas de supervivencia material y espiritual que practicaron esclavos y cimarrones en barracones, cuevas y montañas, hasta el ingreso en la épica libertadora de aquel niño ya crecido que no guarda recuerdo alguno de sus padres, todo, absolutamente todo en este libro nos habla de una manera nueva, naciente, inesperada, de componentes determinantes de la nación cubana que desconocíamos o conocíamos de manera muy parcial, desde fuera.

Biografía de un cimarrón nos instala en una zona de la cubanía que la República Neocolonial ―tan groseramente racista― había desdeñado y marginado, con una visión «blanca», europeizada o yancófila, que la Revolución heredó y contra la que tuvo que batallar. Y Miguel, inspirado por su maestro mayor, Fernando Ortiz, estuvo en la primera línea de esa batalla. Y una de las armas más formidables de la labor formativa, descolonizadora, antirracista, de apropiación plena y altiva de nuestra herencia africana, fue este libro que cumple por estos días cincuenta años. En él redescubrimos creencias, supersticiones, una cosmología que ―como decía Lezama― rebasa «la causalidad aristotélica» para revelarnos conexiones que Occidente ignora y hasta métodos de razonar y de filosofar que han nutrido al pueblo cubano desde sus orígenes.

En medio del torrente de estereotipos y de trivialidad que caracteriza el clima cultural o seudocultural del presente, la voz de Esteban Montejo, con tanta fuerza, con tanta autenticidad, con tanta fe, adquiere una gravedad conmovedora. Y le creemos, sí, creemos todo lo que dice, porque habla desde el sitial inconmovible de su experiencia y de sus certidumbres. Creemos, con él, que era posible conquistar a una mujer a través de tabaco molido y mezclado con «una mosca […] verde», que «la calvicie la trajeron a Cuba los gallegos» y que «el alma en el sueño se va para afuera» y «Lo deja a uno vacío». Y, por supuesto, sabemos que no se aparta ni un milímetro de la verdad cuando hace explícito su orgullo por la valentía de su tropa, «que sirvió de ejemplo»: «Nosotros tuvimos coraje y pusimos a la revolución por arriba de todo. Esa es la verdad. Sin embargo, muchos coronelitos y otros oficiales se cagaban fuera de la taza todos los días. Hacían cosas que ni los niños».

Miguel era muy joven cuando encontró a Esteban Montejo en un asilo de veteranos. Como dijo en una entrevista reciente, podría haber hecho un trabajo académico, documentado, impecable y probablemente frío; pero, por fortuna para todos nosotros, su intuición de poeta, de gran poeta, lo llevó a construir a partir de los diálogos con Esteban Montejo la primera novela-testimonio. Cimarrón en formato de investigación académica hubiera perdido su encanto, su fuerza irradiante, y hubiera sido útil, por supuesto, pero no habría marcado la cultura cubana y universal como lo hizo.

Hasta la primera noticia que tiene aquel joven investigador que era entonces Miguel Barnet de Esteban Montejo tiene un sabor misterioso, casi mítico. Lo vio, según atestigua el propio Barnet, en un periódico, y le llamó la atención que confesara haber sido cimarrón y en particular le llamaron la atención sus ojos, «unos ojos grandes, muy expresivos […], aquella mirada, tan incisiva». Cuando Esteban Montejo le hace saber que se aproximaba su cumpleaños (el 26 de diciembre, día de San Esteban), se funda una complicidad entre ellos: «Después de todo, sus mecanismos de defensa y los míos no eran tan diferentes. Cada uno por razones distintas era un solitario, y por qué no, un cimarrón. Y eso nos identificó a la larga. No fue el Tarot, no fue la astrología, fue la vida la que nos unió».

Miguel no solo encontró en Esteban Montejo un personaje deslumbrante: halló, con él, otro modo de contar la historia, otra cronología, conectada con la subjetividad popular. El propio Miguel nos explica cómo se le ocurrió la forma de organizar el libro en el largo viaje en guagua desde el Hogar del Veterano, en la Víbora, hasta su casa en el Vedado. Así, nos dice,

organicé un libro linealmente. Una historia cronológica, pero cuya cronología estaba marcada, no por fechas históricas, sino por hechos y acontecimientos sociales que estaban dentro de la leyenda, dentro de la mitología, dentro de un sistema de valores muy diferentes al sistema que habían empleado tradicionalmente los historiadores. Me basaba en los hechos, repito, que habían dejado una marca poética en la gente.

Es particularmente impresionante el tratamiento que se le da en el libro a un hecho muy dramático, que marcó de manera definitiva a Esteban Montejo y a sus contemporáneos: la intervención del Imperio yanqui en la guerra y la ocupación de Cuba. Hace más intensa y apasionante la descripción del momento el punto de vista que se adopta: el de un mambí negro sin formación política, que ha luchado por la libertad de Cuba desde sus impulsos más puros y contempla la jugada canallesca de los interventores, no a partir de una visión antiimperialista madura y meditada, sino de la mirada limpia, instintiva, sencilla, de un combatiente que percibe la infamia.

Hay una frase en Biografía de un cimarrón que parece una advertencia quemante, dura, estremecedora, que lanzan Miguel y Esteban Montejo hacia el futuro, hacia este presente que estamos viviendo, «los americanos se cogieron a Cuba con engatusamientos», con la colaboración entusiasta de algunos falsos patriotas. Ahora, cuando estamos viviendo una etapa en que proliferan los intentos de «engatusarnos», hay que mirar a aquel momento histórico tan doloroso, tan amargo y perverso.

Los coronelitos cubanos, cuando terminó la guerra, le dieron mano abierta a McKinley para que hiciera con esta isla lo que él quisiera. Ahí donde está el central Santa Marta había unas tierras del Marqués de Santa Lucía. Esas tierras, según yo me enteré, él las había dejado para los libertadores. El caso es que esas tierras se las repartieron los americanos con Menocal. ¡El negocio más sucio de toda la guerra! Menocal se calló la boca y dispuso a sus anchas. Ese era más americano que el mismo Mac Kinley. Por eso nadie lo quería. Fue patriota de negocio, no de manigua.

De esa combinación singularísima que hay en Miguel de Poeta con mayúscula y de investigador científico, de antropólogo, nació Cimarrón tal como lo conocemos y nació buena parte de su obra en prosa, Canción de Rachel, Gallego, La vida real.

Aparte de sus novelas, de sus cuentos ―uno de ellos, «Fátima o El Parque de la Fraternidad», sirvió de base a una excelente película; del mismo modo que Rachel inspiró la inolvidable La bella del Alhambra―, de su poesía, de sus ensayos, Miguel ha ido regalándonos una obra de enorme valor como editor, como promotor de investigaciones de mucha significación, como promotor cultural infatigable. Su trabajo al frente de la Fundación Fernando Ortiz ―nacida en 1995― ha cubierto un campo que ninguna institución había atendido en realidad en toda su dimensión. Resulta imposible comprender los fundamentos, los ingredientes, los elementos que han nutrido el ser cubano, que lo conforman en ese proceso dinámico en perpetuo movimiento y renovación que es nuestra identidad, sin acudir a la espléndida colección de libros La fuente viva, a la revista Catauro y en general a las publicaciones de la Fundación. Miguel formó un equipo pequeño de colaboradores y en pocos años ha levantado una catedral admirable. La cultura contemporánea cubana cuenta gracias a la Fundación Fernando Ortiz con un verdadero paradigma, un modelo, una referencia ineludible, asociados a la coherencia, a la hondura, a la seriedad, al culto a la tradición y a la memoria y al propio tiempo a una mirada alerta hacia los fenómenos más recientes. Y esto se debe en primerísimo lugar a la visión tan clara que ha tenido Miguel y a su liderazgo.

Entre aquel joven que fue al Hogar del Veterano a conocer a Esteban Montejo y el intelectual ya premiado y reconocido en Cuba y en el mundo que creó la Fundación Fernando Ortiz pasaron obviamente muchos años y muchas experiencias y aventuras vitales e intelectuales; pero entre los dos, entre el Miguel de 1963 y el de 1995, hay, en mi opinión, un núcleo común que se ha mantenido inalterable, donde conviven la avidez del investigador por llegar más y más al fondo de su objeto de estudio, el anhelo del cazador de mitos, del poeta, que toma sin titubeos los caminos hacia donde apuntan sus intuiciones, el amor por Cuba, por sus secretos, por sus héroes con nombres y apellidos y por sus héroes anónimos ―como lo era Esteban Montejo hasta que se convirtió en el Cimarrón por antonomasia―, por su historia, por su pueblo.

Ese amor tan intenso por Cuba llevó también a Miguel a situarse, sin medias tintas, muy tempranamente, en la vanguardia intelectual revolucionaria. Aunque sufrió aquellos años de distorsión por gente mediocre y dogmática de la política cultural trazada por Fidel en Palabras a los intelectuales, jamás permitió que nada ni nadie lo alejara de la causa emancipadora que había abrazado desde que era un adolescente. Ha detestado invariablemente, por principios, las actitudes quejosas y de autocompasión. Ha puesto siempre, como la tropa mambisa de Esteban Montejo, «la revolución por arriba de todo». Su lealtad hacia Fidel, hacia Raúl, hacia la Cuba renacida en 1959, no ha conocido dudas ni vacilaciones. Con valentía, con brillantez, con su indiscutido prestigio literario, Miguel ha defendido a nuestra patria en los más complejos escenarios internacionales, en aquella manipulada Comisión de Derechos Humanos de la ONU, en el Comité Ejecutivo de la UNESCO, en la reciente Cumbre de Panamá, en el Foro de la Sociedad Civil.

Tuve el privilegio de trabajar muy cerca de él cuando, a finales de los ochenta, se constituyó la comisión organizadora del IV Congreso de la UNEAC, y luego, durante buena parte de los noventa, en aquella etapa tan difícil, de tanta incertidumbre, en medio de una situación tan dramática, bajo las consecuencias económicas y morales del derrumbe del llamado «socialismo real». Nos tocó ver el triste espectáculo de oportunistas, acobardados y arrepentidos, de los que querían marcar distancia de la Revolución, de los que cambiaron de casaca. Hubo que hacer un esfuerzo tremendo, desgastante, para mantener la unidad del movimiento intelectual y artístico. En esa coyuntura conocí mejor la faceta de Miguel más propiamente ética, que tiene que ver con su radical compromiso revolucionario. En esos días tan tensos lo admiré y lo quise más.

Como sabemos, Miguel ha recibido premios internacionales muy señalados. Incluso, no hace mucho, la Universidad de La Sapienza, de Roma, le entregó un título similar al que se le otorga hoy aquí. Pero me atrevo a asegurar que este doctorado de la Universidad Central representa para él algo muy especial, por el vínculo tan antiguo y entrañable que lo une con este centro de estudios y con esta ciudad.

Felicidades, hermano, por este título tan merecido.