PRESERVAR LA MEMORIA


El Presidente Díaz-Canel se refirió el 24 de febrero a la necesidad de que los pueblos de Nuestra América defiendan sus identidades y no permitan que sean fragmentadas y barridas por la oleada colonizadora y estandarizadora de la industria hegemónica del entretenimiento. Si eso llegara a ocurrir, quedaríamos desamparados, inertes, ante la absorbente doctrina imperial que fusiona la Doctrina Monroe y el macartismo.

Pieza básica, esencial, de esas identidades es la memoria cultural e histórica. Sin saber de dónde venimos, sería imposible entender qué somos; qué significan nuestros valores espirituales, éticos, culturales; qué nos caracteriza; qué rasgos peculiares, únicos, hemos traído al mundo; sobre qué fundamentos se afianza nuestro destino.  

En toda Nuestra América, el choque entre las ideas de la emancipación y la justicia y las ideas neofascistas que comparten el Imperio y las oligarquías nacionales se está dando en torno al presente y al futuro de la región. Pero también se da, y de manera muy evidente, en torno al pasado. Hay dos posiciones del neofascismo frente al pasado: o promover una cómoda amnesia colectiva, de modo que la gente viva atontada, sin raíces, en un limbo ahistórico, o manipular intencionadamente ese pasado para reforzar su ofensiva propagandística. La historia más remota y la más reciente están sometidas permanentemente a discusión.

La ultraderecha hace lo imposible para ocultar debajo de la alfombra los innumerables crímenes cometidos por sus antecesores y construirse una genealogía embellecida, gloriosa.

Un ejemplo notorio lo constituye el escándalo reciente provocado por el intento de Bolsonaro de conmemorar el golpe de estado de 1964, algo realmente monstruoso. Se trata, como sabemos, de una triste página en la historia de Brasil: el ejército (con el pretexto del “peligro comunista” y el apoyo directo de la CIA y de los Estados Unidos) derrocó al Presidente João Goulart e instaló una dictadura que se mantuvo en el poder hasta 1985.  Esta iniciativa deja de ser algo coyuntural cuando vemos que el Ministro de Educación brasileño asegura que debe hacerse una evaluación más abierta y matizada de lo que ocurrió. Según él, fue “la sociedad civil” (y no los militares golpistas) quien promovió la salida de Goulart, y el régimen que se instaló en el poder no debe llamarse “dictadura”, sino “gobierno democrático de fuerza”. Y lo más grave: anunció que serán modificados adecuadamente los libros de texto donde los niños y jóvenes de Brasil aprenderán la historia de su país.

No olvidemos que Hollywood y luego series, videojuegos y toda la maquinaria mediática se han encargado de probarle al mundo entero que el desembarco en Normandía, en junio de 1944, cambió el curso de la historia y que fueron los yanquis quienes derrotaron a Hitler. Han logrado que muchísima gente en todo el planeta ignore la hazaña del pueblo soviético, el protagonista, a costa de millones de sus hijos, de la victoria sobre los nazis.

Algo similar hicieron con el tratamiento en historietas y en películas del genocidio contra la población aborigen norteamericana. Con el mismo método se curaron de cualquier complejo de culpa asociado a los bombardeos atómicos contra Hiroshima y Nagasaki y del llamado “síndrome de Vietnam”.   

En mi infancia mis amigos y yo veíamos continuamente películas sobre la guerra de Corea: en ellas, uno, dos o a lo sumo tres superhéroes yanquis, cercados, aparentemente sentenciados a morir, armados de una ametralladora, aniquilaban a miles de soldados coreanos y, por último (otro final feliz), eran rescatados por unos tanques majestuosos. Lo peor es que los niños de la época nos alegrábamos de aquel desenlace sangriento y estábamos convencidos de que los “buenos” eran los yanquis y los “malos” los coreanos. Por supuesto, en las películas de indios y cowboys, estaba claro quiénes eran los “buenos” y quiénes los “malos”.

La formación en el campo del audiovisual de un “espectador crítico”, como tituló a su programa de los sábados Magda Resik, resulta una prioridad para nuestros medios, para nuestras instituciones educativas y culturales, para todos los que tenemos el deber de trabajar para preservar la identidad y la memoria. Ante los materiales audiovisuales que tratan temas históricos y circulan a través de circuitos alternativos, debemos promover discusiones inteligentes y argumentadas y crear una distancia “crítica” entre la gente y los mensajes seductores y mentirosos.

De ahí que sea tan trascendente una película como Inocencia de Alejandro Gil. Logra dar mucha información sobre aquel hecho histórico que marcó con una cicatriz de fuego a la generación de Martí y, al propio tiempo, mueve los sentimientos del espectador, en particular de los jóvenes.   

La imagen que acompaña a esta entrada es del filme Forrest Gump. Una película muy reaccionaria que trabaja la historia en varios sentidos: «lava» tiernamente la imagen de la guerra de Vietnam (donde Forrest encuentra a un «hermano» negro, que cae «heroicamente»), ataca con saña a la generación de los 60 (cuya promiscuidad sexual es castigada por la Divinidad con el SIDA) y a algunos de sus líderes (Bob Dylan, Lennon) y trasmite un mensaje clave: la inteligencia estorba para integrarse al Sistema. Forrest Gump es un paradigma de idiota feliz e integrado.